viernes, 26 de diciembre de 2008

LA BELLEZA

Eran tiempos en que el hombre comenzaba a mirar hacia el cielo.
Las últimas glaciaciones se retiraban hacia los polos y la tierra estallaba en un parto de bosques.
De pronto, el cielo se cubrió con el destello alado de los pájaros y de la tierra brotaron azules coníferas ocupando el espacio húmedo y vacío que dejaran las aguas heladas en su adiós geológico.
Ya estaban las montañas y entre sus cuencos silenciosos reposaban mansamente los lagos.
Las cuatro estaciones ordenaron sus rotaciones en el concilio de la armonía y se repartieron el mundo. También el viento, la lluvia, la nieve, los solsticios y los equinoccios.

Y fue en el Sur, reservorio sensitivo de la humanidad, donde ocurrieron los hechos.

La primavera estaba en los himeneos iniciales con el amanecer cuando de pronto la lluvia se derramó sobre el paisaje primigenio.

Desde el alero de su cueva, la mujer contemplaba la escena recostada sobre una roca.
La lluvia batió a la tierra durante un tiempo indefinido -todavía no existían las horas- y con los últimos filamentos del agua que caía, el Sol, pasajero cíclico y vector de las emociones climáticas, penetró el túmulo acuoso de las nubes para imponerse sobre la gris letanía del paisaje.

Entonces, el cielo se pigmentó con una franja policrómica que anilló el horizonte.
Era el Arco Iris.

La mujer se incorporó sobresaltada. Sintió presiones dentro del pecho
-aquellas recurrentes en cada parición-, llevó sus manos al pubis creyendo que daría a luz, pero enseguida percibió que se trataba de otra cosa.

Con la vista fija en el horizonte y una mano posada en los latidos del corazón, derramó la primera lágrima que no provenía del dolor, mientras contemplaba, sin saberlo, el nacimiento de la belleza.




EL FUEGO

Fue en la interminable noche glaciar.
Él y ella no pudieron seguir la fatigosa marcha que el clan había emprendido rumbo a las tierras cálidas y a la altura del estrecho de Bering tuvieron que desertar.
Los otros ni siquiera volvieron la vista. Es que permanentemente escrutaban el horizonte en busca del fin de los hielos.
Nadie se dio cuenta que él y ella quedaron en el camino. Había que continuar la marcha y la selección natural indicaba quien estaba apto para seguir hacia la perpetuación de la especie.
Tendidos sobre el hielo vieron como los otros se perdían de vista entre la bruma.
Aquellos dos nómades, abandonados a su suerte, decidieron sobrevivir.
Él estaba desfalleciente y ella lo arrastró hacia un promontorio que sobresalía en la planicie helada.
Con una punta de sílex despellejó a un animal muerto que yacía en la nieve y cubrió al hombre con la grasienta piel.

De pronto, las sombras de la noche se derramaron sobre el abúlico paisaje y el frío, grave y profundo, agudizó el silencio boreal.
Ella buscó refugio también bajo la piel y abrazada al hombre penetró en el sueño.
Y entre sueños una mano buscó a la otra y las otras comenzaron a recorrer los cuerpos fríos que subrepticiamente recobraron el calor.
Ella sintió una caricia en su golfo sensitivo y lo mismo sintió él en el trópico vital de su centro.
Y las manos recorrieron el universo de los cuerpos. Y los cuerpos ardieron bajo la piel. Y se hundieron el uno en el otro hasta que la aurora caló en la noche.
Insertos en la hoguera de la piel los sorprendió el nuevo día.
Fue, entonces, que oyeron la maravilla de la música posada en un abeto. El ruiseñor cantaba y de pronto voló hacia ellos. Se asentó entre sus cuerpos y emprendió nuevamente el vuelo teñido de tinto fuego.

Él y ella se pusieron de pie y retomaron la marcha. Caminaron entre las coníferas por un mundo verde azulado. Y junto a ellos marchaba una manada de venados que les prodigaba alimentos.

Dejaban sus huellas en la tierra ya fértil y de tanto en tanto se acostaban sobre mantos de tréboles para encender sus cuerpos y resucitar la primavera.

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