viernes, 26 de diciembre de 2008

LAS LÁGRIMAS


Aquel amanecer de 1571 la plaza de La Plata estaba cubierta de ojos. Eran ojos que miraban hacia el Este, donde se asoma el sol.
Todos los ojos estaban inundados de lágrimas.

Los yanaconas se aprestaban a partir hacia el sur. Debían servir a sus amos, llegados de allende los mares, en la cansina y temeraria marcha en busca de nuevas conquistas. Esta vez en las tierras del Tucumán.

Ese día de verano, Jerónimo Luis de Cabrera ponía en marcha la epopeya fundacional de Córdoba. Con una tropa de cien hombres y más de quinientos aborígenes sometidos, que asistirían a la expedición como burros de carga, partía del actual territorio de Bolivia para llegar a las orillas del Suquía.

Cuando el sol comenzó a emerger en el horizonte con sus destellos naranjas, un clamor estremeció a la plaza:
-¡Pachacámac... cusiya... cusiya!-*
El eco de aquellas voces desgarradas se perpetuó en el tiempo y todavía retumba en los valles y montañas del Altiplano.

Mientras tanto, los ojos lloraban; miles de ojos lloraban. Y tanto llanto fue abriendo el cauce de quietos ríos que apenas esbozaban buscar su rumbo.

Hasta que de pronto, las indias madres fueron desprendidas de sus guaguos**. Entonces, aferradas al ahuayo*** vacío, las mujeres irrumpieron al unísono en estremecido llanto y sus lágrimas rodaron hacia aquellos ríos de dolor que ya inquietos y henchidos de doliente líquido comenzaron a correr por la tierra expandiendo el lamento de las madres indias arrancadas de sus hijos.

Son los ríos de Bolivia, hoy despojada del mar, que deben buscar otras tierras para morir expatriados.
Como las pocas yanaconas que llegaron y murieron de tristeza a orillas del Suquía.

En quechua:
* ¡Hacedor del mundo... ayúdame... ayúdame!.
** Niños.
*** Rebozo donde las aborígenes llevan a sus pequeños hijos.
LA BELLEZA

Eran tiempos en que el hombre comenzaba a mirar hacia el cielo.
Las últimas glaciaciones se retiraban hacia los polos y la tierra estallaba en un parto de bosques.
De pronto, el cielo se cubrió con el destello alado de los pájaros y de la tierra brotaron azules coníferas ocupando el espacio húmedo y vacío que dejaran las aguas heladas en su adiós geológico.
Ya estaban las montañas y entre sus cuencos silenciosos reposaban mansamente los lagos.
Las cuatro estaciones ordenaron sus rotaciones en el concilio de la armonía y se repartieron el mundo. También el viento, la lluvia, la nieve, los solsticios y los equinoccios.

Y fue en el Sur, reservorio sensitivo de la humanidad, donde ocurrieron los hechos.

La primavera estaba en los himeneos iniciales con el amanecer cuando de pronto la lluvia se derramó sobre el paisaje primigenio.

Desde el alero de su cueva, la mujer contemplaba la escena recostada sobre una roca.
La lluvia batió a la tierra durante un tiempo indefinido -todavía no existían las horas- y con los últimos filamentos del agua que caía, el Sol, pasajero cíclico y vector de las emociones climáticas, penetró el túmulo acuoso de las nubes para imponerse sobre la gris letanía del paisaje.

Entonces, el cielo se pigmentó con una franja policrómica que anilló el horizonte.
Era el Arco Iris.

La mujer se incorporó sobresaltada. Sintió presiones dentro del pecho
-aquellas recurrentes en cada parición-, llevó sus manos al pubis creyendo que daría a luz, pero enseguida percibió que se trataba de otra cosa.

Con la vista fija en el horizonte y una mano posada en los latidos del corazón, derramó la primera lágrima que no provenía del dolor, mientras contemplaba, sin saberlo, el nacimiento de la belleza.




EL FUEGO

Fue en la interminable noche glaciar.
Él y ella no pudieron seguir la fatigosa marcha que el clan había emprendido rumbo a las tierras cálidas y a la altura del estrecho de Bering tuvieron que desertar.
Los otros ni siquiera volvieron la vista. Es que permanentemente escrutaban el horizonte en busca del fin de los hielos.
Nadie se dio cuenta que él y ella quedaron en el camino. Había que continuar la marcha y la selección natural indicaba quien estaba apto para seguir hacia la perpetuación de la especie.
Tendidos sobre el hielo vieron como los otros se perdían de vista entre la bruma.
Aquellos dos nómades, abandonados a su suerte, decidieron sobrevivir.
Él estaba desfalleciente y ella lo arrastró hacia un promontorio que sobresalía en la planicie helada.
Con una punta de sílex despellejó a un animal muerto que yacía en la nieve y cubrió al hombre con la grasienta piel.

De pronto, las sombras de la noche se derramaron sobre el abúlico paisaje y el frío, grave y profundo, agudizó el silencio boreal.
Ella buscó refugio también bajo la piel y abrazada al hombre penetró en el sueño.
Y entre sueños una mano buscó a la otra y las otras comenzaron a recorrer los cuerpos fríos que subrepticiamente recobraron el calor.
Ella sintió una caricia en su golfo sensitivo y lo mismo sintió él en el trópico vital de su centro.
Y las manos recorrieron el universo de los cuerpos. Y los cuerpos ardieron bajo la piel. Y se hundieron el uno en el otro hasta que la aurora caló en la noche.
Insertos en la hoguera de la piel los sorprendió el nuevo día.
Fue, entonces, que oyeron la maravilla de la música posada en un abeto. El ruiseñor cantaba y de pronto voló hacia ellos. Se asentó entre sus cuerpos y emprendió nuevamente el vuelo teñido de tinto fuego.

Él y ella se pusieron de pie y retomaron la marcha. Caminaron entre las coníferas por un mundo verde azulado. Y junto a ellos marchaba una manada de venados que les prodigaba alimentos.

Dejaban sus huellas en la tierra ya fértil y de tanto en tanto se acostaban sobre mantos de tréboles para encender sus cuerpos y resucitar la primavera.
LA PAZ


El nido de los halcones comenzó a inquietarse y el temor cundió en el mundo.
De pronto se produjo el alboroto. Los grávidos rapaces decidieron salir de caza, atemporal e irasciblemente.
Con su plumaje gris amarillento inundaron el cielo de muerte.
Y el cielo se quedó sin pájaros.

Al mundo se le erizó la piel.

Los halcones cruzaron el mar en busca de presas tiernas. De sus cortos y tenaces picos pendía la hiel de la codicia.

El mundo estaba absorto.

Bulliciosamente llegaron a la tierra de los antiguos asirios, donde los jardines de Babilonia deslumbraran a la humanidad y la Torre de Babel se irguiera provocando la ira de Dios. Allí, donde el hombre por primera vez garabateara un símbolo grafológico, los halcones se lanzaron dispuestos a desgarrar el vientre de la tierra y a darse un festín de sangre y viscoso petróleo.

El mundo miraba perplejo.

Los falcónidos emergían de 1os despojos humeantes con sus plumas cubiertas de ancestrales viseras y jirones de piel cetrina, oliendo a la descomposición del tiempo. Entonces proferían estridentes y amenazantes gritos.

Luego, con sus inmensos y gélidos ojos auscultaban el mundo.
Y el mundo, que ya no era el mismo, los miró a los ojos y descubrió que esos ojos estaban muertos desde hacía tiempo.

Y el mundo rompió el silencio.

Y la voz del mundo perforó los tímpanos, soberbios e insensibles, de los sórdidos rapaces.
Los halcones, aturdidos, se hundieron en la viscosidad de la sangre de sus propias víctimas y abotagados de petróleo ya no pudieron emitir gritos ni emprender otro vuelo.

Entonces, el mundo fue distinto y los pájaros pudieron, libremente, compartir el cielo.

MATRIA

MATRIA


Cuando marzo derramaba
el trepidante jarabe de la uva
en Mendoza levitamos
bajo el sol que doraba
los pulsos del día.

La noche nos cobijó
en San Juan
de donde voló la luna
esparciendo fósiles de luz.

Viendo llover el tiempo
en poblados calcáreos
decidimos fundar
en San Luis otro mundo.

Córdoba, las hogueras,
alboroto de proclamas,
sudores y polen.

Fuimos pastores de promesas
en los fantasmales salitrales
de Santiago del Estero.

Amasamos la greda
en Catamarca diaguita,
rústica madre alfarera.

En Vinchina, La Rioja,
padecimos ocres lejanías
a contracielo de las montañas.

Tucumán, el monte,
sangre derramada;
utopía, revolución y olvido.


Nuestros labios derrotados
ardieron en Salta
iniciando el fuego.

Quisimos perpetuar las alas
en el friso de los cerros
de Jujuy amaneciendo.

Latimos en Formosa
con su lenta agonía
de piel cobre y camalote

y en la corteza del chaco
fuimos tanino
en el dolor de los quebrachos.

Procreando un sueño
anduvimos huellas de sangre
Misiones adentro.

Las fauces del amor
se abrieron en Corrientes
con el grito espectral de los esteros

y sobre un pentagrama de aguas
Entre Ríos fue el éxtasis,
tembladeral de pájaros.

Estallando en la frutillas
al corazón de Santa Fe
prolongamos el estío.

Y sentimos ahogar los orígenes
desencontrados en la noche
del oscuro pulmón de Buenos Aires.

Crepuscular ausencia
la de tu cuerpo
en la desolación de La Pampa.

Crucé Río Negro al oeste
abatido por el rojo grito
de las manzanas

y en las nieves de Neuquén
quemé el silencio
de mis manos inertes.

El mar en Chubut
era un altar pagano
donde inmolé memorias
como un viejo relicario.

Santa Cruz y la esperanza.
Colgadas al viento
las banderas del reencuentro flameaban.

Decidido por la luz o los abismos
aferré los timones del alba
en la Tierra del Fuego
-donde nacen los espejos-
y fui a buscarte
a las últimas regiones depredadas.

Se esfumaba tu silueta maternal
en los confines de la niebla
y un soplo de estrellas
te iluminó la cara.

Abierta al parto
en las Islas Malvinas me esperabas,
brillando en el austral esplendor
de una lejana luna de plata.